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Adrienne von Speyr y el sacramento de la confesión
Hans Urs von Balthasar
Original title
Adrienne von Speyr e il Sacramento della Confessione
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Specifications
Language:
Spanish
Original language:
ItalianPublisher:
Saint John PublicationsTranslator:
Juan Manuel SaraYear:
2022Type:
Article
Adrienne von Speyr (1902-1967) ha tenido, en un grado extraordinario, el carisma de profecía, en el sentido que nos indican san Pablo y santo Tomás de Aquino: el don del Espíritu Santo no solo de ver realidades divinas, sino también de poder exponerlas e interpretarlas, a pesar de su profundidad y amplitud, en una forma comprensible para todos y útil para la Iglesia. De las aproximadamente sesenta obras que ha dictado a su padre confesor, todas aquellas dedicadas a comentar los escritos bíblicos o a temas teológicos, y también su autobiografía compuesta por ella misma, están publicadas y son asequibles.1
No existe cuestión alguna de dogmática, desde la doctrina de la Trinidad, pasando por la cristología y eclesiología, la doctrina de los sacramentos y de la vida cristiana hasta la escatología, sobre la que ella no haya expresado algo no solo profundo, sino a menudo también nuevo y de ayuda y provecho para la teología. Pero, así como no es posible transponer la verdad cristiana en un «sistema», porque Dios, el siempre-mayor, hace saltar todo sistema, del mismo modo tampoco podría ponerse en un orden «unilineal» la visión del misterio divino percibida por Adrienne von Speyr, a pesar de la sobria trasparencia de su dicción: la Trinidad divina reina y penetra todas las cosas, pero ella es accesible solo por el misterio de Cristo y de la Iglesia y, por consiguiente, a través de la riqueza de todos los encuentros de Dios con el mundo, con el pecado, con la conversión, a través de la encarnación, cruz y resurrección del Hijo y de todos los aspectos de la vida cristiana.
Así, la teología de Adrienne permanece «policéntrica». Sin embargo, en su visión total existen ciertos puntos magnéticos que ordenan y hacen perceptibles en torno a ellos aspectos bien distantes entre sí: y uno de estos puntos es la confesión. No en vano ha buscado la niña criada en una familia protestante, más tarde la estudiante de medicina y médica, la mujer que solo a sus treinta y ocho años encontró al sacerdote católico que abordó sus preguntas y la acogió en la Iglesia, no en vano ella ha buscado incesantemente esa institución cristiana en la que la confesión posee su forma verdadera y conforme al Evangelio. La fue buscando en todas las sectas posibles, en movimientos a los que se entra por una confesión pública de pecados y en los que luego se vive como un «convertido», en médicos que incorporan la confesión de pecados en su método terapéutico; también intentó –siempre en vano– confesar ella misma su culpa ante otros hombres. Lo que siempre faltaba sólo lo encontró al ingresar en la Iglesia católica: el pleno poder ministerial, conferido por el mismo Señor, de perdonar los pecados. Sin embargo, esta forma plena de confesión no fue para ella solo punto final de la búsqueda, sino punto inicial de una visión teológica de plenitud inaudita, que encontró una expresión central y condensada en su libro La confesión2, el cual, sin embargo, debe ser completado por otras de sus obras. Nosotros no queremos analizar aquí este libro en detalle, la multitud de aspectos no cabría, ni mucho menos, en un artículo. Dejando de lado todo lo que concretamente se dice en él sobre los distintos tipos de confesión (confesión de conversión, confesión general, confesión de devoción, etc.), sobre los momentos particulares en el acto de confesar, sobre la vida a partir de la confesión, sobre el penitente, el padre confesor y su ministerio, destacaremos aquí solo tres columnas portantes del todo que muestran la originalidad y la capacidad de resistencia de la teología de Adrienne.
1. A lo largo de muchas de sus obras corre y emerge el concepto, creado por ella, de actitud de confesión. Es posible describirla como la disponibilidad habitual a abrirse por sí mismo sin reserva alguna, allí donde es sensato y requerido. Esta disponibilidad es muy cercana a la indiferencia ignaciana que está dispuesta a poner ante Dios todas las cartas sobre la mesa, o a la expresión de san Juan: «Quien realiza la verdad (a-letheia, des-ocultamiento), viene a la luz» (Jn 3,21); o a la de san Pablo: «Todo lo que se pone a la luz, es luz» (Ef 5,14). De modo que lo contrario a esta actitud, es decir, el pecado, es designado como mentira (Jn 8,44). El abrir-se no es un acto que termina en sí mismo, sino que recibe su sentido en la donación de sí: en el amor. Ser transparentes uno en favor del otro significa regalarse mutuamente con todo lo propio.
De tal manera, el fundamento último de la actitud de confesión puede ser encontrado en la vida trinitaria de Dios: «Dios está ante Dios en la actitud que conviene a Dios. Se la puede denominar, de modo análogo, actitud de confesión, porque es la actitud en la que Dios se muestra como es (y) de la cual surge la siempre nueva situación de la visión y del amor … Pues Dios no es ningún ser estancado, es vida eterna que acontece. Para Dios es pura bienaventuranza develarse ante Dios … en Dios existe la alegría de la comunicación mutua que comprende ambas cosas: el mostrar y el recibir lo mostrado». Nosotros conocemos, en verdad, este misterio trinitario sólo por la actitud de confesión perfecta del Hijo hecho hombre frente al Padre: «El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él mismo hace» (Jn 5,20) y el Hijo dice: «Todo lo mío es tuyo» (Jn 17,10). En el Hijo se hace visible, para nosotros, que su actitud de confesión (en palabras de Adrienne), su obediencia (en palabras de Ignacio) y su amor (en sentido de Juan) frente al Padre son una sola cosa. Jesús hará participar a los suyos en esa actitud fundamental, haciéndolos participar en su relación filial, en su nacer del Padre, y prescribiéndoles un amor mutuo que debe configurarse según Su donación total (1 Jn 3,16). Y si ellos caen en el pecado y la mentira, les regala el sacramento de la confesión. Este les da la posibilidad de abrirse de tal modo a un hombre dotado en el Espíritu Santo con los plenos poderes divinos que ellos, junto con su oscuridad, pueden emerger en la luz de Dios. Con esto alcanzamos ya el ámbito del segundo aspecto de esta teología de la confesión, que al mismo tiempo configura su centro. Se trata de la teología de la cruz.
2. Si el pecado es mentira y, por tanto, se oculta ante la verdad de Dios (Gen 3,9-10; «Quien hace el mal, odia la luz y no viene a la luz»: Jn 3,20), y si Jesús en la cruz carga todo el pecado del mundo y se lo muestra al Padre en su apertura inalterada frente a Él, entonces la cruz puede ser caracterizada como la confesión originaria [Ur-Beichte]. Y se debe agregar que Jesús no expone el pecado ante el Padre como una realidad que le es ajena, sino, siendo nuestro hermano, como una realidad de la que no quiere «desolidarizarse»; por el contrario, quiere gustar hasta el fondo su oscuridad y su lejanía de Dios. Esta es una empresa que surge de una decisión de salvación en favor del mundo, a la que el Hijo se pone a disposición desde toda la eternidad (cf. 1 P 1,19) y que en la economía de salvación asume la forma de un encargo del Padre y de una obediencia del Hijo: «Dios (Padre) ha reconciliado consigo el mundo en Cristo, … lo ha hecho pecado por nosotros, a Él, que no conoció pecado, para que en Él nos transformáramos en justicia de Dios» (2 Co 5,19.21). La cruz es confesión originaria porque en ella es sufrido hasta el fondo, absolutamente de una vez y para siempre, el entero estado de abandono de Dios propio del estado de pecado en una igualmente absoluta obediencia de amor y, así, la verdad (precisamente, de lo que el pecado es y ocasiona) se demuestra más fuerte que la mentira.
La obra de obediencia del Hijo es la glorificación del Padre y de su voluntad de salvación en el mundo, por y para lo cual le es regalado en Pascua su glorificación en el Padre (Jn 13,31-32): la resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, la absolución que el Padre regala al mundo. Por eso, es sumamente conveniente que el sacramento de la confesión haya sido instituido precisamente en el día de Pascua: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados…» (Jn 20,22-23).
De este modo, la confesión, como sacramento, recibe su lugar en el seguimiento de Cristo: ella tiene en sí un momento de pasión –confesarse tiene un carácter penitencial–, pero que podamos y que nos sea concedido confesarnos es una gracia donada a partir de la Pascua.
Adrienne von Speyr entiende, como algo evidente y connatural, que quien recibe el sacramento es siempre una persona individual (el problema de una absolución general sin una confesión personal de los pecados no podía ocurrírsele cuando dictó su libro al final de los años cuarenta). Tanto más que ella concibió la institución del sacramento como el final que recapitula una larga serie de experiencias de Jesús con hombres determinados: el contacto con los enfermos, con los pecadores, con los que les costaba comprender (Nicodemo) fue siempre un contacto personal: a este le fueron perdonados los pecados, a aquel abiertos los ojos… Esto en contraste a la situación de la Antigua Alianza, donde el partner de Dios siempre era primariamente el pueblo: el pueblo se alejaba de Jahwe, el pueblo suplicaba por misericordia, el pueblo se convertía de nuevo a Dios, etc. Personalidades singulares como Moisés o los reyes eran sobre todo representantes del pueblo. Por cierto, existía desde el tiempo de Ezequiel una imputación individual de la culpa y de la conversión, gracias a lo cual sólo era posible formalmente un obrar moral. Pero sacramentos en sentido propio podían existir solo a partir y por Jesucristo, quien ha transmitido su propia esencia y destino salvífico a su Iglesia.
La confesión, así explica Adrienne, existe para los pecadores, para aquellos a los cuales otro sacramento, como la Eucaristía, se les presenta demasiado elevado, demasiado santo e incomprensible. «Se me ha bautizado, pero no vivo según el principio del bautismo. Se me ha confirmado, pero no soy un apóstol de Cristo … Voy ciertamente a Misa, pero me resulta incomprensible. El sermón me resulta o demasiado elevado o demasiado soso, no me dice nada. Reconozco todos estos esfuerzos de la Iglesia en mi favor: me anima, me consuela, me advierte, pero nada de esto me aprovecha. Tengo una larga experiencia conmigo mismo, sé lo que puedo y lo que no puedo. Me ponen como ejemplo a los santos, pero precisamente yo no soy uno de ellos. Yo vivo en el pecado. Y como pecador puedo tener siempre la última palabra frente a la Iglesia … Pero cuando me dicen que el confesionario está reservado para los pecadores, entonces me resulta claro: este, finalmente, es un lugar para mí; justamente yo soy el aludido; el banco de este confesionario fue hecho para mí. Por supuesto, también puedo criticar la confesión. Pero esto no me impide saber que aquí se ha acertado en el centro de mi propia situación. Si se habla de la Comunión de los Santos, me resulta muy claro que no pertenezco a ella. Pero si se me dice: “Hay una comunión de los pecadores, ¿quién pertenece a ella?”, entonces sé, inequívocamente, que yo pertenezco a ella».
Con este concepto sorprendente de «comunión de los pecadores» volvemos a tocar una intención fundamental de Adrienne, que se hace comprensible a partir de lo dicho, sobre el sufrimiento vicario del Señor en la cruz. Pues allí están reunidos desde siempre los pecadores, que se cierran todos ellos en su egoísmo y que, por tanto, parecen formar lo contrario de una comunión o comunidad. Y, a partir de la cruz, el baricentro del pecado ya no radica en el pecador individual, en su mala conciencia que él quisiera quitarse por medio de la confesión, sino en lo que se le hace al Hijo de Dios. La auténtica contrición no puede dirigirse al propio yo, que se enoja por haber caído de su propio ideal, sino únicamente a Aquel que ha tomado sobre sí y quitado la culpa de ese yo. Que Dios ha sido ofendido es lo horroroso, y solo un momento o aspecto en ese horror es que (también) yo le he ofendido. Es por eso que Adrienne destaca con tanta fuerza en muchas de sus obras, y de modo del todo espontáneo en su propia confesión, el momento social junto al personal. Ella muestra este aspecto también en sus descripciones de la confesión de los santos, por ejemplo de Francisco de Asís, el cual ha pecado, pero que, confesando, mira mucho más a que el Señor ha sido ofendido que a sí mismo; lo que se da aún más fuertemente en el caso de santos que no han pecado, como Luis Gonzaga: «[Luis] confiesa la distancia» entre él y el amor infinito de Dios, cuyo Ser-siempre-mayor nunca puede alcanzar. Adrienne, indicando el lado social, no entiende lo que mayormente hoy se expresa con ello: un estar involucrados, de índole sociológico, en situaciones políticas y económicas objetivamente injustas, sino algo que pertenece al cuerpo místico de Cristo, en donde, en sentido estricto, no existe nada privado. Como, según ella, siempre debe entrar algo del pecado del mundo en una confesión personal del pecado, justamente también la absolución que el creyente singular recibe siempre quiere sobreabundar más allá de sí y tocar, de un modo inconcebible, a «todo el universo mundo»; ni más ni menos como nadie puede recibir la comunión solo para sí mismo, lo cual contradiría abiertamente el concepto de comunión, que siempre significa al mismo tiempo una comunión con Dios y con el cuerpo místico de Cristo, cuyos límites nadie puede fijar. Y así como la participación en la carne y sangre de Cristo es un ganar parte en Aquel que es entregado «por la vida del mundo», así la participación en la cruz, siendo ella la confesión originaria, es una actualización sacramental de aquella absolución general que en Pascua fue pronunciada sobre el mundo entero reconciliado con Dios.
3. Por último, hay un tercer aspecto de la teología de la «actitud de confesión» que aquí tan solo debe ser aludido, porque pertenece al carisma particular de Adrienne, que ha sido, en efecto, concedido para «provecho» (1 Co 12,7) de todos en la Iglesia, pero que como tal permanece inimitable, como tal excluye que se aspire a él. Es decir, le fue concedido ver y describir la «actitud de confesión» –y, con ella, la actitud de oración– de santos o de otras personalidades eclesiales ante Dios. Aquí salió a la luz una asombrosa riqueza de variaciones personales: cada santo, cada cristiano tiene algo único en su relación con Dios. Pero, además, se hizo visible que existieron ciertos defectos en la actitud de confesión en la tierra también en santos canonizados, al menos en ciertas fases determinadas de su desarrollo, lo cual no fue disimulado en esta apertura. Para mostrar que en el cielo la actitud de confesión de todos es perfecta, se dio aquí una especie de «confesión» de la Iglesia celeste hacia la tierra, para instruir, exhortar, y también para consolar a los que todavía luchan en la tierra por la justa actitud de confesión. Ciertamente, mucho de todo esto permanece bien misterioso: que en la bienaventuranza divina uno pueda ver sus errores sin aflicción ni tristeza y que pueda estar y responder por esto también ante los demás miembros de la Comunión de los Santos es un aspecto muy poco considerado de la doctrina cristiana. Si se vuelve a mirar hacia el fundamento primero, cristológico y trinitario, de la «actitud de confesión» en Adrienne, entonces esta confesión del cielo se vuelve más comprensible. En el mismo sentido, reiteradas veces se ha hablado de la actitud de confesión de María: «Ella no se siente excluida de la comunidad de los penitentes, porque participa en grado sumo en la actitud de confesión de su Hijo. Participa en la confesión de todos los pecadores allí donde el Hijo, como hombre, es perfectamente transparente ante el Padre, donde Él confiere a su propia humanidad su transparencia divina. La Madre ve esta transparencia infinita y permanece, no obstante su perfección, en una constante aspiración hacia esa transparencia inalcanzable». ¿Y si aquí ya puede hablarse de un aspirar, cuánto más en todos los demás santos que aquí abajo aspiraron hacia esa trasparencia por los caminos más diversos?
Había, todavía, otro modo por el que Adrienne pudo hacer visible la actitud de confesión de los santos. Le fueron ordenados ejercicios de penitencia que en grados determinados se iban haciendo siempre más pesados y cuyos últimos grados, al parecer, ya no eran «exigibles». Ella debía recorrer esos grados en el espíritu de diversos santos, donde se hizo visible que muchos se dejaron guiar en humildad callada hasta ese grado «ya no exigible», mientras otros se detuvieron ante los grados difíciles en distintos lugares y se negaron a seguir adelante. Aquellos que van hasta lo último pueden maravillarse de que Dios pueda ir tan lejos y tan profundo, pero no cabe a ellos decidir lo que son las posibilidades de Dios. María Ward dice en una de las «pruebas más duras»: «“Yo nunca hubiera pensado que algo así fuera una posibilidad de Dios. Pero, al fin y al cabo, no determinamos nosotros lo que Él puede o no puede. Y nosotros deberíamos alegrarnos si Él nos quitase todos los conceptos fijos que le ponen un límite” … Ella quería cosas audaces y nuevas. Y reconoce que Dios puede ser aún mucho más audaz de lo que ella se había imaginado». Juana de Chantal dice: «“La cosa es dura. Pero yo intento recibir y desplazar el peso a la prueba. Lo duro y pesado no está en mí. Dios es quien debe probar, yo obedezco”. En el caso serio ella pronuncia un claro sí». Y Matilde de Hackeborn: «Me duele haber dicho antes que no creía que Él pueda exigir más. Yo no hubiera debido jactarme de saber dónde están los límites de las exigencias de Dios».3
Estos son solo algunos ejemplos de perfecta actitud de confesión. Adrienne, fiel a esa idea, era también de la opinión que un padre confesor, siempre y cuando le pareciera bien, podría solicitarle a su penitente que se confiese. Para ella misma, esto no causaba ningún problema, era solo la actualización de algo que potencialmente –incluso actualmente– estaba siempre presente.
- El plano completo de la obra de Adrienne von Speyr puede consultarse en la web balthasarspeyr.org. [N. del T.]↩
- Edición en español disponible en la web balthasarspeyr.org. [N. del. T.]↩
- En: Das Allerheiligenbuch II [El libro de todos los santos II], Johannes Verlag Einsiedeln, 1977, IV: «Bereitschaftsprüfungen» [Pruebas de disponibilidad], pp. 136-137.132.135. Estos textos de Adrienne von Speyr, así como los anteriores, extraídos de La confesión, han sido traducidos aquí directamente desde el original alemán. [N. del. T.]↩
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