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Discurso con motivo de la recepción del Premio Pablo VI
Santo Padre, Eminencias,
Señor presidente del Instituto Pablo VI y todos sus colaboradores,
reverendos padres, señoras, señores, queridos amigos:
Ante todo, Santo Padre, quisiera agradecerle por su benevolencia. Usted ha tenido a bien entregarme este premio otorgado por el Instituto Pablo VI, dedicado a la persona, a la obra y a la época de este Papa de muy venerada y feliz memoria. Por medio de este premio, Usted, Señor presidente, junto con todo su consejo, ha querido honrar el trabajo que yo he intentado realizar para nuestra Santa Iglesia.
Permítanme, pues, describirles en pocas palabras cómo concibo esta obra, una obra iniciada más que concluida.
De lo que en ella me parece importante, quisiera distinguir tres niveles, el primero de los cuales es con mucho el más importante para mí.
En el recordatorio de mi ordenación sacerdotal, que muestra al discípulo del amor abrazado por el Señor Jesús (imagen de la última cena de Durero), yo hice poner estas tres palabras:
Benedixit, fregit, deditque.
«Él bendijo, partió y dio»
La fracción que yo presentía se produjo efectivamente cuando, para obedecer a una orden expresa de San Ignacio, tuve que abandonar, muy a mi pesar, mi patria espiritual, la Compañía de Jesús, para realizar una especie de prolongación de su idea en el mundo. Fue entonces cuando San Juan nos fue presentado como el Compañero ideal de Jesús. Él fue el único discípulo que lo siguió hasta el fin. El que mejor ha comprendido que toda obediencia eclesial está fundada en la obediencia del Hijo, quien, obedeciendo, revela el amor trinitario. Para él, la luz que viene a este mundo debe penetrar en los abismos de las tinieblas. A él, el Crucificado le ha confiado a su Madre, la Iglesia inmaculada. Y él, también, es el evangelista cuyo Evangelio del amor culmina en una apoteosis de san Pedro. Pedro debe hacer profesión de su amor más grande y recibir el anuncio de su propia crucifixión, para así poder suceder al Buen Pastor. Él es aquel que –desapareciendo– une a María y Pedro. Él nos es dado como ideal para nuestro Instituto (en sus tres ramas: sacerdotes, varones y mujeres). Y este instituto, aún en desarrollo, quisiera ser católico en el sentido más amplio y más teológico de este término.
Por eso, en un segundo nivel, que he intentado concretar lo más posible el sentido de la catolicidad traduciendo de la gran tradición teológica lo que me parecía que debía ser conocido y asimilado por los cristianos de hoy. He comenzado por los Padres apostólicos, Ireneo, Orígenes, Gregorio de Nisa, Máximo el Confesor, Agustín. He continuado a través del Medioevo con figuras como Anselmo, Buenaventura, santo Tomás y los grandes místicos ingleses y flamencos, para llegar hasta Dante, Catalina de Siena, Juan de la Cruz, Bérulle, Pascal, y llegar a nuestros días con Teresa de Lisieux, Madeleine Delbrêl, Claudel, Péguy, Bernanos, el cardinal de Lubac (unos 10 volúmenes) y la edición de la obra de Adrienne von Speyr (unos 60 volúmenes). Hacer conocer a los más grandes y más espirituales de nuestros hermanos y hermanas: esto me pareció ser en el espíritu de aquel que ha sido llamado el «teólogo».
Y así llego al tercer nivel, a mis propios libros, demasiado numerosos, ¡ay de mí!, de los cuales tan solo quisiera manifestar aquí tres tendencias.
1. Después de haber hecho ver el carácter único de Cristo en relación con todas las religiones y, así, haber mostrado que toda antropología filosófica no puede sino culminar en la luz del hombre perfecto, el Hijo de Dios, quien nos permite superar nuestro nacimiento mortal en un nuevo nacimiento a la Vida inmortal trinitaria, después de esto yo insisto en la imposibilidad de separar teología y espiritualidad: dicha división ha sido el peor desastre que sobrevino en la historia de la Iglesia.
2. Asimismo, existe una estricta unidad entre todos los tratados teológicos. No existe la cristología sin la Trinidad y viceversa, ni tampoco sin la historia de salvación desde Abraham hasta la Iglesia, no existe la encarnación de la Palabra sin la cruz y la resurrección. Por tanto, hay que reaccionar contra la fragmentación que se cree científica, del mismo modo como hay que reaccionar contra todo espiritualismo neoplatonizante hasta en la mística más sublime.
3. Me parece necesario insistir sobre la teología de los consejos evangélicos y mostrar que no contienen el menor vestigio de fuga mundi, pues están consagrados a la salvación de este mundo siguiendo a Cristo y a su donación eucarística. Teresa de Lisieux ha comprendido esto de un modo maravilloso.
Y todo lo dicho, como veis, nos hace regresar a la idea de nuestro Instituto, a esta apertura ignaciana hacia el mundo que no tiene otro punto de partida más que la Cruz, origen de toda fecundidad. La Cruz, a partir de la cual Cristo ha fundado el primer núcleo virginal de su Iglesia: «Mujer, mira, este es tu hijo» e «hijo mío, muy amado, mira, esta es tu Madre», llévala al centro de mi Iglesia, cuya unidad Yo he confiado a Pedro.
Hans Urs von Balthasar
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Allocution de Hans Urs von Balthasar à la remise du prix Paul VI
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