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Resurrección en nosotros
Adrienne von Speyr
Original title
Auferstehung in uns
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Language:
Spanish
Original language:
GermanPublisher:
Saint John PublicationsTranslator:
Community of Saint JohnYear:
2022Type:
Article
Magdalena y las mujeres piadosas corren hacia la tumba, movidas por una intención que toda persona piadosa de ese tiempo conocía y entendía. Obran conforme a las costumbres de su cultura y de su pueblo, haciendo todo lo necesario por el cuerpo del Difunto. En su comportamiento existe, por cierto, un amor tierno y solícito por Él, pero nada que corresponda a una esperanza en su resurrección. Por el contrario, ellas vienen con hierbas aromáticas para servirle y volver a colocarle en su muerte y sepultura. Y mientras ellas están entregadas a su actividad, maravilladas de que la piedra del sepulcro haya sido retirada, el mundo del Resucitado comienza a revelarse. Primero el ángel de la resurrección anuncia la Buena Nueva a las temerosas mujeres. Luego Magdalena ve al Señor en la figura del jardinero. Ve que Él está ante ella, pero la imagen en sus ojos no corresponde a la representación en su alma. Nada en ella se opone a la fe en la resurrección, pero esta fe aún no le ha sido donada. Si bien de algún modo ella ha conservado en su memoria las palabras del Señor que prometían su resurrección, esas palabras están veladas en su alma y solo el Señor puede hacer que resuciten por la fuerza de su Vida. Lo que ahora Magdalena, las mujeres y, luego, los discípulos encuentran es un signo para las siguientes generaciones de cristianos. Nadie puede creer –y la fe cristiana es una sola cosa con fe en la resurrección– a no ser a partir de la gracia del Resucitado. Su resurrección no es un hecho que se pueda comprobar de un modo neutral. Es el Resucitado mismo el que se da a conocer, el que abre su vida nueva en la libertad de su gracia. Y esta gracia llama a la vida la palabra de la fe, que está escondida, guardada en algún lugar inaccesible en el alma del creyente, y también a dar una respuesta viva. Mientras el Señor está en la tumba, la palabra de la fe también está sepultada en las almas, envuelta en paños y separada detrás de una piedra sepulcral sigilada. Los discípulos y las mujeres no carecen de fe, aun cuando en el Evangelio se hable de su «falta de fe y dureza de corazón» que Jesús les reprocha. Pero su fe está como congelada, se ha endurecido, encogido en la noche de la muerte. Solo el encuentro con el Resucitado deja resucitar su fe en la vida pascual. El Hijo es la palabra del Padre que resucita de los muertos a la vida eterna. Pero también en nosotros la fe es una presencia, en la gracia, de la palabra eterna.
San Pablo habla con frecuencia de que nosotros hemos muerto y resucitado junto con Cristo. Solo resucitando con Él somos capaces de comprender la resurrección del Señor. Y en esta vivencia nosotros experimentamos algo de lo que ellas tuvieron la gracia de experimentar, las mujeres con el ángel y Magdalena con el Señor. También nosotros debemos reunir, como por primera vez y siempre de nuevo, lo que nos parece no ser parte uno del otro: lo que nosotros nos imaginamos saber («Este hombre es un jardinero» o «El Señor ha muerto, por tanto está muerto») y lo que en verdad ahora nosotros somos gracias al encuentro con el Resucitado, personas que pueden verle, que pueden hablar con Él o con sus ángeles. Esta síntesis la crea el Señor. Nosotros ya estamos incluidos con todo nuestro ser en el mundo de su resurrección y ahora Él enciende esta luz del ser también en nuestra conciencia, que aún se quedaba atrás, detenida en el Sábado Santo. Él nos ha hecho cristianos por su resurrección y nosotros debemos realizar este hecho.
Hoy, sin embargo, nosotros no encontramos el milagro del cuerpo resucitado y transfigurado de Cristo únicamente en la fe, sino también en el milagro de la eucaristía. En este misterio se hace manifiesto que el Señor no quiso resucitar para sí mismo, sino para repartir a los suyos lo que Él ha devenido por su resurrección. Él ha resucitado eucarísticamente, difusivamente. El Señor resucitado no se da solo para ser contemplado, como si fuera una bella imagen: Él regala y vierte lo que Él es en nuestro interior. Nosotros no solo debemos ver y comprender, debemos también ser. Como Él ha cargado en su cuerpo todos nuestros pecados con una medida que excede toda medida, así también quiere dejarnos participar en su mismo cuerpo con una medida excesiva y sobreabundante. Haciéndonos su Iglesia, quiere incluirnos en su cuerpo vivo de resurrección. En el interior de ese cuerpo, de su realidad y su difundirse, es y existe la Iglesia, nuestro ser miembros de ella y nuestro intercambio de amor entre nosotros. Solo así se cumple el plan para el que Él se ha hecho hombre: restituir al Padre el mundo alejado de Dios. Él mismo surge de los muertos, vive corporalmente a partir de la vida eterna del Padre y luego regala esa vida eternamente corporal a su Iglesia.
Por supuesto, uno puede interpretar y grabar en su memoria estas verdades de un modo seco, académico. Pero también es posible comprenderlas según la intención originaria: como una experiencia totalmente personal, de la misma manera que el encuentro con el jardinero que manifestó ser el Señor fue un encuentro inolvidablemente personal para María Magdalena. Ella pasó por ese encuentro y gracias a esa vivencia increíble ha tenido una fe viva. Esta experiencia personal de ser resucitados con el Señor –donde nuestra conciencia se identifica en la fe eclesial con nuestro ser, nuestro ser con nuestra conciencia– nos está siempre ofrecida, y también reservada, en cada santa Comunión. El cuerpo que allí recibimos contiene el misterio de la resurrección. Misterio que nunca envejece, que es siempre joven y activo. Resurrección que quisiera actuar en nosotros como levadura que hace fermentar y crecer la masa. Así el Resucitado quiere hacer crecer en nosotros lo que el Padre depositó en nuestra creación como palabra viva, pero que nosotros en el correr de los años siempre de nuevo sepultamos. Gracias a la resurrección nos es concedido llegar a ser así como el Padre desea vernos. La Buena Nueva de Pascua es Buena Nueva para todos los que participan en el Misterio Pascual. Los contemporáneos pudieron participar en la Pascua de un modo sensible que exteriormente facilitaba la experiencia, pero interiormente su experiencia, igual que lo es la nuestra, estaba ordenada a la gracia del Señor que ilumina y eleva. Ellos recobraron sensiblemente lo que creyeron haber perdido. Pero nosotros no recibimos nada menor cuando abrazamos el regalo vivo de la fe. Siempre de nuevo pensamos haber perdido –quizá de modo definitivo– al Señor por nuestra culpa, por nuestra tibieza, por nuestro ser imposibles. Y siempre de nuevo Él se nos vuelve a regalar, volviéndonos a regalar una pureza inesperada, jamás esperable. Pureza por la absolución en la confesión, sigilada luego por la santa Comunión, nuestra participación en el amor más puro. Es siempre de nuevo la maravilla real, el milagro encarnado.
El niño que se prepara para la primera comunión la espera como algo tan enorme que supera de antemano todas las limitaciones de nuestra vida, también nuestra capacidad de comprensión. Esta espera va aumentando hasta el día de la fiesta y marca la entera vida del niño. Si pudiéramos hacernos de nuevo como niños para recibir el Reino de los cielos, para creer como el Señor lo quiere, entonces esperaríamos la fiesta de Pascua con la mayor reverencia y la esperanza más viva. Sabiendo que lo que viene quiere transformarse en nosotros en una realidad ilimitada, una que hace saltar para siempre las tumbas de nuestras costumbres y conceptos leñosos y envejecidos. Por nosotros ha resucitado el Señor, sí, por nosotros conserva vivo por siempre ese hecho santo, para que vivamos de ese acontecimiento en su Iglesia viva. Ella es la Iglesia que Él mismo ha enteramente concebido y creado en vista del Misterio Pascual.
Todo el año litúrgico con todas sus fiestas y celebraciones, las fiestas del Señor y de su Madre y de los santos y de los santuarios y tradiciones de la Iglesia, tiene siempre el mismo contenido, es decir, el hecho de que el Señor ha resucitado para ir con nosotros al Padre, para con nosotros superar el peso y la dureza del pecado, por su muerte hacia su resurrección.
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