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Los temas joánicos en la Regla de san Benito y su actualidad
Hans Urs von Balthasar
Original title
Les thèmes johanniques dans la règle de S. Benoît et leur actualité
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Spanish
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FrenchPublisher:
Saint John PublicationsTranslator:
Pedro Max AlexanderYear:
2024Type:
Article
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Proyecto 10/30 (Buenos Aires, 1998): Homenaje a Hans Urs von Balthasar, 87–100 [tr. ligeramente modificada]
El tema de las reflexiones siguientes que tengo el honor de poner a consideración de ustedes me vino a la mente cuando caí en la cuenta de que en la Regla de san Benito [RB] el Evangelio de Juan no es citado más que cinco veces, las cartas tres veces y el Apocalipsis una vez, contra más de sesenta citas de los evangelios sinópticos y casi ochenta del corpus paulino. Por lo demás, estas citas joánicas explícitas se encuentran ya todas en la Regla del Maestro [RM]. Más aún: entre las citas principales, la del «buen pastor» (RB 27,8) no hace más que introducir una alusión mucho más explícita a Lc 15 («relictis nonaginta novem», etc [«dejando las noventa y nueve…»]). Otra cita, capital, sobre la obediencia de Cristo (Jn 6,38: «non veni facere voluntatem meam sed ejus qui misit me» [«he venido no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado»]) aparece dos veces: 5,13 y 7,32, pero según D.Vogüé es «un verdadero lugar común» de la tradición (citado cuatro veces en la RM). El tema encuentra en el tercer grado de humildad un paralelo paulino: «factus oboediens usque ad mortem» [«hecho obediente hasta la muerte»], y por lo tanto no parece indicar nada específicamente joánico. Finalmente, el tercer pasaje destacado, sobre el discernimiento de los espíritus que es necesario aplicar a los postulantes: «probate spiritus si ex Deo sunt» (1 Jn 4,1 [«examinad si los espíritus vienen de Dios»]) podría igualmente y sin dificultad ser reemplazado por una expresión análoga de san Pablo.
¿Cómo explicar una laguna tan sorprendente? ¿Será el espíritu de Benito extraño al del cuarto evangelio? Pero, repitámoslo, todas las citas joánicas provienen de la Regla del Maestro, al que Benito abrevia la mayoría de las veces; la mayor parte de las veinticinco citas joánicas del Maestro se encuentran en los pasajes omitidos. En cuanto al Maestro, con su rigidez y su sistema ascético meticuloso y cerrado, uno puede creerlo muy alejado del espíritu joánico, en el cual el amor a Dios y a los hermanos es la única ley de la vida cristiana.
Quisiera demostrar, sin embargo, que este primer acercamiento es engañoso. Lo es sobre todo, porque si bien el sistema del Maestro es cerrado y tiene la tendencia de encerrar en sí mismo la Revelación y la Escritura, la RB por el contrario está totalmente abierta a toda la Escritura, cuya lectura íntegra se da siempre por supuesta y es exigida unas cuantas veces (caps. 9,8; 11,12; 42,4; 48,1.15; 53,9; 73,3).
Una regla que se pueda vivir es una cosa muy distinta a un simple calco del Evangelio. Podríamos compararla, mejor, con un guión que no tiene valor literario propio, sino que es un medio para hacer vivir la obra –y la obra, en nuestro caso, es el Evangelio vivido, la vida del discípulo, la imitación de Cristo–. Habría que cuidarse mucho de comparar la regla con una ley, pues de ese modo se corre el riesgo de recaer en el Antiguo Testamento –es el reproche que hacen los protestantes a los religiosos–. Se trata más bien de una ayuda (dada por el Espíritu a la Iglesia y por la Iglesia al cristiano) para hacer perseverar al discípulo en el amor, en la seriedad de la libre donación total de sí mismo. Una escalera que nos obliga a ascender para producir frutos más abundantes en lugar de gatear a ras de tierra.
Esto se muestra de manera particularmente impresionante cuando abrimos la austera regla de Pacomio, despojada de todo lirismo, casi sin acentos pneumáticos. Pero junto a la regla, las cartas y los fragmentos de catequesis nos revelan un hombre totalmente distinto: las referencias a la Biblia se multiplican, como también el recuerdo del ejemplo de los «santos», es decir de los grandes personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Idéntica observación es válida para sus sucesores Teodoro y Horsesio. El monasterio pacomiano, que juzgado según la regla parece ser una especie de cuartel, se transforma en «santa koinonia» animada por el amor mutuo y la edificación recíproca de los hermanos. «Un solo corazón con tu hermano» (Pacomio, Catequesis: Lefort, 2). «El precepto ama a tu prójimo como a ti mismo», dice Teodoro (Catequesis: Lefort, 62) «sobrepasa todos los mandamientos, y le debemos al Señor su cumplimiento».
Lamentablemente, no poseemos ninguna obra catequética de Benito, y en cambio, es innegable que para toda la parte catequética de su obra se fía del Maestro, quien, en su larga introducción, tiene más bien la tendencia de aprovechar las partes parenéticas de la Biblia para adornar su Regla.
Evidentemente, tenemos el caso, sorprendente a primera vista, de «nuestro Padre san Basilio» («sancti patris nostri Basilii», RB 73,5), al que Benito remite expresamente: en Basilio, al menos al comienzo, no hay distinción entre el Evangelio y la regla, sino la ardua empresa de captar vitalmente la regla de vida cristiana en el mismo texto evangélico. En las Reglas morales las citaciones joánicas son abundantes.1 Sin embargo, dichas reglas no fueron escritas para monjes, sino más bien para cristianos fervorosos; después, cuando se distinguieron entre sí, Basilio no llegó (ni aun en sus Grandes Reglas) a formular un reglamento comparable al de Pacomio, Casiano, el Maestro o san Benito.
Finalmente, a medida que la RB avanza, la influencia de Agustín se hace cada vez más sensible. El acento se pone en la caridad fraterna, y, en el segundo tratado sobre el abad (c. 64), en la caridad del Buen Pastor, en aquello de «prodesse magis quam praeesse» [«más servir que mandar», cf. RB 64,8].2 «Studeat plus amari quam timeri» [«trate de ser más amado que temido», cf. RB 64,15], «et semper superexaltet misericordiam judicio» [«y siempre prefiera la misericordia a la justicia», cf. RB 64,10]. Sin que sea posible individualizar citas explícitas de Juan, una atmósfera totalmente joánica penetra en la Regla, sobre todo hacia el final.
Para captar el espíritu de Benito, volvamos una vez más al último capítulo, tan importante y decisivo. Aquí se opera una apertura total hacia las fuentes y hacia toda la tradición viviente. Benito escribió «hanc minimam inchoationis regulam» ([«esta mínima regla de iniciación»] como «initium conversationis» [«principio de vida monástica»], desde allí uno podrá lanzarse (festinare) al seguimiento de los «Santos Padres», teniendo entonces a la Escritura entera como regla inagotable: «quae enim pagina aut quis sermo divinae auctoritatis Veteris ac Novi Testamenti non est rectissima norma vitae humanae?» (73,3 [«Porque ¿qué página o qué sentencia de autoridad divina del Antiguo o del Nuevo Testamento no es rectísima norma de vida humana?»]). Y si hay decadencia en el monacato del s. VI, no es recurriendo a las antiguas reglas como podrá encontrarse el remedio, sino yendo a las vidas y realizaciones evangélicas de los grandes predecesores. Las Reglas de Basilio y de Casiano: «quid aliud sunt nisi bene viventium et oboedientium monachorum instrumenta virtutum» [«¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes para monjes de vida santa y obedientes»], para llegar, también hoy, «ad perfectionem conversationis» [«a las cumbres de perfección»] de los «Santos Padres Católicos» («sanctorum Catholicorum Patrum»)?
Al adaptar su Regla al espíritu de Agustín y de Basilio, y a través de ambos, implícitamente al de Juan, abriéndose por otra parte a toda la Escritura como regla de vida –y esto significa en concreto al misterio de Cristo– Benito se halla necesariamente confrontado con la interpretación más profunda de ese misterio: la de Juan.
Para apreciar correctamente este acercamiento, es necesario aprender a leer en la Regla lo que en ella se transparenta: lo que la Regla describe in recto como el ejercicio3 cotidiano del monje no se comprende verdaderamente si no se capta que es el eco, el reflejo, la reverberación del mismo Cristo, quien entonces se hace el tema principal, directo, único, tal como el Evangelio nos lo muestra. Es Cristo quien representa la meta y el elemento estable, la stabilitas. El monje participa de esta estabilidad crística por su voto, por su decisión tomada de una vez para siempre. Pero únicamente puede participar a través del esfuerzo cotidiano del currere, festinare, σπεύδειν («correr/ apurarse»).
La apertura formal de la Regla a toda la Revelación nos autoriza a realizar este cambio total de perspectiva: el primado lo tiene la teología o más bien Cristo; la ascesis es secundaria, y está a su servicio. Este principio, si no me equivoco, nos conduce muy lejos: él no sólo nos exige no detenernos en el retrato de Cristo trazado por los sinópticos, ni en los consejos morales de san Pablo, sino acercarnos y llegar a la imagen joánica de Cristo. También nos pide, sin duda, leer el carisma especial de Benito en su transparencia –un carisma de «vigilante» en la noche del mundo: «custos, quid de nocte?» [Is 21,11]; un carisma destacado por esa capacidad señalada por el Cristo de los sinópticos de discernir los espíritus y de leer los signos de los tiempos–, de sobrepasar ese carisma para vivir con el Cristo joánico en la permanente «crisis» (separación/juicio) de la luz y las tinieblas.
Antes de abordar algunos temas particulares, simplemente mostremos que este cambio total de perspectiva no es ni artificial ni violento. Que esto es así se percibe ante todo en los pasajes en los cuales la Regla nos describe la obediencia perfecta. Evidentemente no se trata de una carrera ascética contra reloj, sino que toma toda su fuerza del ejemplo de Cristo. Es en este contexto donde interviene dos veces la cita de san Juan: «Non veni facere voluntatem meam, sed ejus qui misit me» (RB 5,13 y 7,32 [«he venido no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado»]). San Basilio nos dice en la regla latina (c. 69): «Cum definitum sit, mensuram oboedientiae usque ad mortem esse» [«como se ha definido que la medida de la obediencia debe ser llegar hasta la muerte»].4 Es porque Dios Padre pide al Hijo cumplir impossibilia, de cargar sobre sí todo lo que para Dios es imposible, execrable, repugnante, por lo que el Hijo muere. Únicamente este ejemplo de Cristo justifica el admirable capítulo 68 de Benito: «Si fratri impossibilia injungantur» [«Si a un hermano le mandan cosas imposibles»]. Si el monje presenta (según la Regla) sin voluntad de contradecir, las razones de su imposibilidad al superior, el hermano seguirá el ejemplo de Cristo en Getsemaní, y, si después de su objeción, el superior mantiene su orden, él la seguirá hasta la cruz. Ya que estamos en este terreno, por qué no relacionar las otras dos grandes articulaciones del ars spiritualis [arte espiritual] con la cristología: la humilitas [humildad] al anonadamiento del Hijo hasta el extremo, y la taciturnitas [taciturnidad] al acontecimiento del «Verbum caro factum» [«Verbo hecho carne»], a su ser engullido en el cumplimiento existencial y silencioso, a la actitud del Cordero asesinado desde el origen del mundo («qui occisus est ab origine mundi»), conducido al matadero «non aperiens os suum» [«sin abrir su boca»].
El monje que pronuncia sus votos se entrega al Señor, pasando de la antropología (aun espiritual) a la cristología: «Suscipe me, Domine, secundum eloquium tuum, et vivam» (58,21 [«Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré»]).
Busquemos ilustrar, ahora, este pasar de una perspectiva antropológica a otra cristológica tratando más en detalle cuatro temas que son el corazón tanto de la Regla como del cuarto evangelio:
- La stabilitas, el menein de los escritos joánicos.
- La separación o crisis de la luz y las tinieblas.
- La obediencia entendida como un acto de amor perfecto.
- La concreción de la autoridad: del Padre en Cristo, de Cristo en el abad.
Cada uno de estos temas requeriría largos desarrollos; me limitaré a un esbozo, pero que de todas formas quiere destacar la actualidad de estos temas.
1. Es del todo evidente que la stabilitas de Benito es la encarnación, la concretización de una actitud y de una decisión puramente espirituales. Baste con notar las yuxtaposiciones: «stabilitas seu perseverantia» (RB 58,9 [«estabilidad o bien perseverancia»]), «stabilitas, conversatio morum et oboedientia» (58,17 [«estabilidad, vida monástica como conversión de la vida, y obediencia»]), «si (hospes) voluerit stabilitatem suam firmare» (61,5 [«si el huésped quiere fijar su estabilidad…»]). Y con un acento abiertamente cristológico, que se refiere no tanto a un acto, sino más bien a un estado de Cristo: «si revera Deum quaerit, si sollicitus est ad opus Dei, ad oboedientiam, ad opprobria»5 (58,7 [«si busca verdaderamente a Dios, si es pronto para la obra de Dios, para la obediencia y las humillaciones»]). La vida religiosa es esencialmente un compromiso para toda la vida, los votos temporales solo pueden ser entendidos y concedidos como un hito deliberado encaminado a dicho compromiso. Con él se entra en un estado crístico: «Venerunt et viderunt ubi maneret, et apud eum manserunt die illo, hora autem erat quasi decima» (Jn 1,39 [«Vinieron y vieron dónde permanecía,6 y permanecieron con él ese día, era casi la hora décima»]). Uno permanece en el monasterio porque permanece en y con Cristo. Y según el primer grado de humildad, permanece clavado como él bajo la mirada del Padre: «Non potest Filius a se facere quidquam, nisi quod viderit Patrem facientem… Pater enim diligit Filium et omnia demonstrat ei…» (Jn 5,19s. [«El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que viere hacer al Padre… El Padre ama al Hijo y le muestra todo…»]). Y Benito: «oblivionem omnino fugat et semper sit memor omnia quae praecepit Deus» (RB 7,10-11 [«huya absolutamente el olvido, y recuerde continuamente todo lo que Dios ha mandado…»]).
Es esta una forma especial de encarnación, propia del monacato, que mantiene todo su valor teológico, valor tanto de encarnación como escatológico. Es inútil insistir sobre el valor de este signo hoy, cuando tantos hombres faltos de raíces buscan la estabilidad con el mismo ardor que en el tiempo de las invasiones de los bárbaros.
Es posible, naturalmente, asignar a la estabilidad monástica su lugar en el misterio de los cuarenta días pasados por Cristo en el desierto. Uno tiene motivos para hacerlo si se pone el acento en la tentación, la vigilancia, la penitencia. Pero me parece más pertinente pensar en el desierto del capítulo doce del Apocalipsis. Pues la existencia en soledad, la estabilidad en esa existencia, se prolonga durante todo el tiempo de la Iglesia y lo caracteriza esencialmente. No se trata de una ascesis de tipo filosófico, aunque todas las formas externas del monacato se reencuentran entre los hindúes y entre los pitagóricos; no solo la anachoresis y el koinobion sino también el monazein y el enkleismos, y hasta el kathezesthai (establecerse/afincarse) que según muchos corresponde a la stabilitas. Pero en Juan el motivo es totalmente teológico. El pitagórico huye del mundo, mientras que la Iglesia del Apocalipsis recibe en el desierto «un lugar preparado por Dios para ser alimentada allí» durante el tiempo de la tribulación «apo prósôpou tou ópheôs», alejada de la presencia del dragón, aunque el dragón trate de perderla. Es conveniente que esta situación permanente de la Iglesia esté (como sacramentalmente) representada, visible para todos, por la existencia monástica en su estabilidad.
Es bueno recordar que el desierto bíblico tiene un aspecto doble: intimidad con Dios, pero en el abandono, en los lugares elegidos por los espectros y los demonios. En el Nuevo Testamento ambos sentidos se hacen inseparables. Escuchemos a Berengario sobre el Apocalipsis: «Solitudo Christus est… Christus desertus est a suis: …in propria venit et sui eum non receperunt… Torcular calcavi solus. Mulier igitur fugit in solitudinem, quia apostoli et caeteri discipuli relicto Diabolo relictisque omnibus quae providebant, Christum secuti sunt» (PL 17,877 [«Cristo está solo,…Cristo ha sido abandonado («desertado») por los suyos…vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron…El lagar lo pisé solo. Por tanto la Mujer huye a la soledad, pues los apóstoles y demás discípulos abandonando al Diablo y todo lo que preveían, siguieron a Cristo»]). Igualmente Ruperto de Deutz: La mujer huye al desierto, «quia videlicet nihil possidere in hoc mundo fida et tranquilla mentis solitudo est» (PL 169, 1049C [«pues, según parece, no poseer nada en este mundo coincide con la confiada y segura soledad del espíritu»]). El desierto es la permanencia. La mujer se queda, permanece (menei), y sin necesidad de combatir ella misma, pues la tierra viene en su ayuda. Ella no se preocupa de su alimentación, Dios proveerá. El desierto es, también, un lugar de visión (Apoc 17,3): Juan es transportado al desierto para ver a la mujer sentada sobre la bestia y para asistir a su juicio. El desierto, redescubierto por Carlos de Foucauld, es una figura fundamental en la Biblia, idea que no se limita a su aspecto geográfico: «Relinquetur vobis domus vestra deserta» [«Vuestra casa os quedará desierta»].
2. Es aquí, precisamente, donde se inserta el segundo aspecto joánico: el combate, o más exactamente, el juicio (krisis) de las tinieblas por la luz. El combate espiritual es el tema más antiguo y más tradicional de la teología monástica, desde Antonio y los Pacomianos a través de Evagrio –en esto más que nunca discípulo de Orígenes–, Jerónimo, las homilías de Macario, Casiano, el Maestro. Pero todos estos combates son en primer lugar ascéticos, son esfuerzos para alcanzar la paz de Dios y de Cristo. Aunque el asceta combata sus combates en cuanto discípulo de Cristo, venciendo con él las tentaciones de los «ocho malos pensamientos», raramente llega a emerger a aquella esfera joánica, en la que todo el ser del Verbo Encarnado es para siempre «lux quae in tenebris lucet» (Jn 1,4 [«luz que brilla en las tinieblas»]). Sin embargo, parece que es justamente en esta última esfera donde se sitúa la perspectiva última de Benito. De una punta a la otra, de parte a parte, el monje es atravesado por una «línea de demarcación»: «amor Dei – timor gehennae» [«amor a Dios – temor al infierno»]. Su existencia cotidiana consiste en un esfuerzo perpetuo por atravesar esa línea. «Currite dum lumen vitae habetis, ne tenebrae mortis vos comprehendant» (Jn 12,35: RB, Prol. 13 [«Corran mientras tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la muerte»]): curiosa citación joánica, en la que la luz no es entendida como la de Cristo, aun en vida, sino como la de la vida humana mortal. Es el movimiento perpetuo: «Deverte a malo et fac bonum» [«apártate del mal y haz el bien»], un movimiento que esconde en sí mismo una tentación, la de atribuirse el mérito del esfuerzo: «qui timentes Dominum, de bona observantia sua non se reddunt elatos, sed… Dominum magnificant…; Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam… Qui gloriatur, in Domino glorietur» (RB, Prol. 29ss. [«los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia, antes bien… engrandecen al Señor que obra en ellos diciendo con el Profeta: “No a nosotros Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria… El que se gloría, gloríese en el Señor”»]). Es necesario, sin embargo, relacionar estas frases del Prólogo con el gran abajamiento del cap. 7, para descubrir así su dimensión cristológica. ¿Por qué no contentarse con la mera confesión, sino creer «intimo afecto cordis» [«con todo el afecto del corazón»] que uno es «un gusano, no un hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe» (7,52)? Esto solo tiene sentido por el deseo de conformarse e identificarse con el Cristo sufriente, con la luz que penetra lo más escondido de las tinieblas, hasta llegar a la identificación redentora con ellas, para disiparlas desde dentro.
El cristiano siempre quedará en el umbral de este misterio: por una parte debe sobrepasar el mero ascetismo para seguir a Cristo; por otra parte es incapaz de identificarse con Cristo y su obra. Queda como en suspenso, la elipse de su conciencia no podrá jamás redondearse en un círculo. El ejemplo de san Pablo es en este aspecto muy neto. Crucificado con Cristo, llevando sus estigmas, él jamás se arroga una función de corredentor: «¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros?».
Es precisamente en este intersticio donde se ubica la vocación benedictina. «Velad y orad» por vosotros mismos y por el mundo, pero velad y orad conmigo, en Getsemaní, conmigo que estoy en la más sombría de las tentaciones.
3. Hablamos ya del papel sin igual de la obediencia. Es necesario que ahora estudiemos la síntesis que se realiza entre autoridad y amor. Esta unión, en Benito, corresponde en el plano histórico, exterior, a la síntesis que él establece entre el Maestro y Agustín. Pero más profundamente, se trata de una síntesis cristológica. Esta no aparece más que en el curso del desarrollo de la Regla. Al comienzo, la obediencia al abad –al magister, que abre el primer versículo del Prólogo– aparece como un absoluto, indivisible, cuyo sentido se supone conocido. En efecto, Benito no hace más que continuar y resumir la larga tradición monástica sobre la relación del pater pneumatikos (figura y representación de Cristo) con el discípulo, que a través de su padre espiritual recibe las órdenes del Señor. Dentro de este esquema primitivo, dos aspectos se encuentran indisolublemente unidos; y así quedan, puesto que el cenobitismo excluye, en la práctica, el escape hacia arriba, a la vida eremítica: la obediencia al pater pneumatikos, al abbas, no es solo una medida pedagógica y por ello limitada en el tiempo, sino que posee un valor absoluto, insuperable.
Los dos aspectos de la obediencia, inseparables, tienen ambos su fundamento último en Cristo. Pues por una parte, el abad no podría exigir una obediencia absoluta, si no estuviera autorizado por Cristo («Christi enim agere vices in monasterio creditur» [«creemos que hace en el monasterio las veces de Cristo»]). Él lo representa por su función, como doctor y pastor, está obligado a representarlo dando el ejemplo de la Palabra encarnada: «omnia bona et sancta factis amplius quam verbis ostendat» (RB 2,2.12 [«debe enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras»]). Por otra parte, la obediencia que le es debida, no es menos cristológica, ya que tiene que ser absoluta, sin reservas, ejecutada por amor a Cristo («nihil sibi a Christo carius aliquid existimant» [«nada estiman tanto como a Cristo»], cf. RB 5,2), en imitación de Cristo («tales illam Domini imitantur sententiam qua dicit: non veni facere voluntatem meam, sed ejus qui misit me» [«estos tales practican aquella sentencia del Señor que dice: “He venido no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”»], RB 5,13), de Cristo, que obedece a Dios su Padre («quia oboedientia quae majoribus praebetur, Deo exhibitur» [«porque la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde»], RB 5,15).
Cristo, por lo tanto, está presente tanto en el maestro como en el discípulo, pues es al mismo tiempo e inseparablemente el Logos que legisla, y el Servidor humillado. En la relación monástica fundamental, Cristo es representado en su existencia dramática y en sus dimensiones totales: en su soberanía divina y en su abajamiento hasta ocupar el último lugar (sexto y séptimo grado de humildad). Lo uno no va sin lo otro. La gloria y la ingenuidad sublime del monacato y de su teología vital y vivida, consiste precisamente en instalarse y permanecer allí: en esa representación dramática o, mejor, sacramental de la persona y de la acción de Cristo, sin querer sobrepasarla con una reflexión ulterior, que por otra parte, solo conduciría a callejones sin salida.
La cuestión reflexiva que sí puede plantearse es la siguiente: Cristo humillado obedece a Dios Padre, y no a sí mismo, ¿cómo puede entonces el abad, al ordenar, representar al Hijo? El monacato no puede responder más que con la frase de Cristo: «El que me ve, ve al Padre». «Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me envió». El respeto del Hijo ante el Padre se traduce para el abad en el temor del Señor muy fuertemente subrayado: junto al mandato recibido, y al deber de regir almas, está él mismo bajo una obediencia más estricta que ningún otro. En modo alguno puede hacer lo que quiere, «quasi libera utens potestate» (RB 63,2 [«como si ejerciera un poder absoluto»]).
En cuanto que Cristo representa al Padre, el abad debe probar la humildad de sus monjes para introducirlos en el espíritu de abnegación total –esta es la tradición unánime del monacato, desde sus comienzos–, pero en tanto que el mismo Cristo es humillado por el Padre, el abad debe hacer comprender que no se trata de una obra de pura justicia, sino de amor, y esto es lo que se transparenta sobre todo en el segundo tratado sobre el abad, en el cap. 64: «studeat plus amari quam timeri» (RB 64,15 [«trate de ser más amado que temido»]): el Hijo no obedece al Padre más que por amor recíproco, aunque durante la pasión este amor no es sentido ni experimentado. Toda la fuerza del monacato está situada en esta relación cristológica, –que por otra parte reaparece íntegramente en san Ignacio de Loyola, y que es el cogollo del testimonio de Juan–. Si san Benito ha salvaguardado y traducido para toda la civilización occidental la inspiración central del antiguo monacato, él ha salvaguardado, al mismo tiempo, el meollo de la teología joánica.
Pienso que, –a pesar de las tumultuosas objeciones de la mentalidad moderna– únicamente si mantiene firme su intuición teológica fundamental, tiene el monacato posibilidades de sobrevivir. En este terreno son posibles múltiples objeciones: ¿no es único el misterio divino del Calvario? ¿Cómo perpetuarlo en una especie de técnica humana de la humillación que corre el riesgo de degenerar en una opresión de la peor especie? En todo caso son necesarias medidas de precaución, escapatorias, paliativos. En fin, ¿acaso Cristo no se ha entregado a su Iglesia, Él mismo en su acto redentor, y no únicamente en sus méritos, post festum [«a río pasado, santo olvidado»]? ¿No está la Iglesia invitada a participar de su misma acción?7
4. En esta figura de la obediencia está implicada toda una teología trinitaria. La Regla –repitámoslo– no es un tratado de teología. Si no poseyéramos las pocas páginas del diario que Ignacio olvidó quemar, ¿quién adivinaría, a partir de sus Constituciones, su profunda mística trinitaria? En Benito, Cristo es al mismo tiempo Él mismo –el Salvador, el Juez, el Logos– y el representante del Padre. Él lo hace concreto, viendo al Hijo uno encuentra el acceso al corazón del Padre. Cristo es igualmente el Hombre espiritual, la Presencia del Pneuma en el mundo. El Espíritu Santo aparece en Benito al final de los grados de humildad (RB 7,70) y en la descripción del comparativo del amor, del magis (más) que es el indicio de la presencia divina: «de modo que cada uno, con el gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo sobre la medida establecida» (RB 49,6).
Cristo es, por tanto, para nosotros la concentración del misterio trinitario. Un tratado de la Trinidad, separado de la cristología, cae en abstracciones estériles. Cristo es por otra parte, como en san Juan (del que se conocen sus estrechas relaciones con los libros sapienciales), la condensación de todo el Antiguo Testamento (para no decir nada del Nuevo). Sin la más mínima vacilación, el Maestro y Benito ponen las palabras del Salterio en labios de Cristo (cf. RB, Prólogo). Cristo es al mismo tiempo el Verbo y la Sabiduría, pero un Verbo hecho carne y una Sabiduría que se hace locura en la Cruz.
Habría que sacar ahora una última consecuencia, cristológica y especialmente joánica. Sabemos que la escala de los doce grados de humildad, descrita expresamente como escala de Jacob, conduce al monje en RM de la tierra al paraíso, copiosamente descrito en la última parte del capítulo. Benito no recoge ese final, hasta deja de mencionar el paraíso, para no llegar más que a esa caridad «quae perfecta foris mittit timorem» [«que, siendo perfecta, echa fuera el temor»] (RB 7,67, citando 1 Jn 4,18). Todo lo que el monje «observaba antes no sin temor, empezará a cumplirlo como naturalmente, como por costumbre, y no ya por temor del infierno, sino por amor a Cristo» (RB 7,68s.). Un pasaje sorprendente en una regla que inculca con tanta frecuencia el timor Domini [temor de Dios]. Se trata del «caro factum est» [se hizo carne] cumplido hasta el extremo, digámoslo técnicamente: se trata de una escatología presencial.
¿No será necesario reinterpretar a partir de allí el Oficio divino, que tiene el lugar central en el horario monástico? No se trata en manera alguna de un retorno y recaída en la palabra vetero-testamentaria, no encarnada aún; por el contrario, el Oficio es presencia del Verbo encarnado en su Iglesia, quien alabando a Dios penetra en el mismo acto redentor. La comunidad sufre la regla del Señor, se abandona, desiste, en una palabra, obedece al movimiento existencial de Cristo. La misa se sitúa en el centro del Oficio, pero ese centro ilumina todas sus partes, que se convierten en órganos, como en Juan el gran discurso eucarístico y la oración sacerdotal final no representan más que la eclosión en palabras del misterio eucarístico. Y dicha eclosión no es una exteriorización, sino al contrario, la revelación (para los amigos íntimos) de las dimensiones ocultas del sacramento. Así el Oficio benedictino puede y debe recorrer en todas direcciones las dimensiones inagotables del misterio: Verbum Caro.
En una palabra, me parece que una teología benedictina debería cavar en profundidad y llegar a las fuentes no solo literarias o patrísticas sino bíblicas que la alimentan. Debería eliminar todo aquello que en la tradición teológica y espiritual (¡no me refiero a la Regla!), anterior y posterior a Benito restringe o fija en un cierto nivel histórico aquello que es intemporal, o, mejor dicho, de todos los tiempos. En la tradición uno puede usar todo, pero sin detenerse en ninguna parte. Ni aun en la hermosa (tal vez demasiado hermosa) literatura del siglo doce. Pues hoy no se trata tanto del amor a la literatura y del deseo de Dios, como del amor de Cristo humillado hasta la cruz y de la obediencia a Dios. O, si ustedes lo prefieren, del deseo de obediencia. A través de los obstáculos y de las prohibiciones de la psicología y sociología modernas, se trata de restablecer ingenuamente las proporciones y las relaciones cristológicas, en una palabra, la regla del Evangelio, ὁ νόμος τοῦ Χριστοῦ (la ley de Cristo, Gál 6,2) que según el Concilio es la única regla de todas las órdenes: «Dado que la norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo propuesto en el Evangelio, téngase a este por regla suprema en todos los institutos» (Perfectae Caritatis 2a).
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Cf. Gribomont. Les Regles Morales de S. Basile et le N.T., Stud. Patr. II, 1957, 416ss.↩
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Para las citas de RB se ha tomado como base La Regla de los monjes, Lujan, ECUAM, 1990, con pequeñas adaptaciones. [N. del E.]↩
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Entiéndase «ascesis». [N. del T.]↩
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Cf. Cuadernos Monásticos 95 (1991) 444 (66).↩
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Tal vez tenga aquí el significado de la vida entera al servicio de Dios, cf. Vogüé, Commentaire.↩
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Ubi maneret en latín, hace referencia en el vocabulario bíblico de la Vulgata a la stabilitas / menein de RB y de Jn. [N. del T.]↩
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Preveo una objeción práctica fundamental: la imagen de paternidad del abad no puede ser restablecida. La evolución de la historia de libertad («Freiheitsgeschichte») es irreversible.
Comienza en la Edad Media: el superior instituido para el bien de la comunidad. Prosigue después de la Aufklarung (=Ilustración) y de Rousseau. Hoy es la competencia (preparación) la que decide: la de cada uno que es especialista, o bien (eventualmente) la de un colegio o grupo («consilium», cf. RB 3: reúna a toda la comunidad, o solamente a los «seniores»).
Respuesta: El problema se plantea de la misma manera entre los jesuitas y en los Institutos Seculares (¡sobre todo!). Se trata de saber cómo pueden conciliarse una obediencia intacta, teológicamente íntegra, con las responsabilidades personales que derivan en parte de la competencia de cada uno.
1. La obediencia plena y total (en la vida religiosa o en un instituto secular) no puede ser parcial, concerniendo únicamente a la vida espiritual, y excluyendo todo lo que se refiera al trabajo, la profesión, etc.
Por otra parte la obediencia no puede ser mecánica, no puede cargar toda la responsabilidad sobre el superior como lo hacen algunas reglas antiguas. Ciertamente que hay un enraizamiento de la responsabilidad en el terreno secular que tiene sus leyes propias –que el superior debe respetar– hasta cierto punto. ¡Él también se compromete! Pero existen límites; por ejemplo, el escándalo provocado, el daño causado a la orden, a la comunidad, el detrimento del individuo.
Aquí se sitúa el problema del bien más grande, del valor absoluto de la obediencia. La obediencia cristiana (en seguimiento de Cristo) es en efecto el bien absoluto.
a) Hay en ella, fuera de toda duda, el bien relativo de la educación en la obediencia, la renuncia. Aprender a hacer cosas difíciles, repugnantes: en esto el abad es educador, doctor, pedagogo (o el maestro de novicios, o el padre espiritual).
b) Pero, más allá, está también el bien absoluto, incondicionado, de la obediencia. Es ella, al fin de cuentas, la que ha salvado al mundo y no el apostolado activo. A la actitud que la obediencia pide, que es disponibilidad, ningún límite se le puede imponer (a priori). Si uno la limita no está ya en el camino de Cristo, la vida religiosa no es ya el sacramento que hace presente el acto redentor en su esencia más pura, sino que se trata de una tentativa antropológica cualquiera en la que la eficacia exterior sirve de criterio.
2. ¿Cómo conciliar todo esto?
a) Es necesario a cualquier precio exigir una disponibilidad incondicional, aun en el terreno de la competencia personal. En esta actitud, la profesión es ejercida por espíritu de obediencia; ejercer su responsabilidad es ejercer la obediencia. El superior se compromete por lo que otorga: él también es responsable, pero no únicamente hacia el inferior, sino ante Dios. Puede ser que en ciertos casos deba relevar de sus cargos al inferior.
b) La prudencia es fundamental en el ejercicio de la obediencia (pero sin minimalismo alguno).
- Para los hechos espirituales, interiores: vuelta al pater pneumatikos [padre espiritual], a la experiencia auténtica de un maestro espiritual (recordar todo el debate sobre el abadiato de aquellos años).
La obediencia solo es posible si hay confianza (como el Hijo tiene confianza en el Padre celestial), de lo contrario no se podrá conducir hacia los difficiliora [las cosas más difíciles], hacia los impossibilia [las cosas imposibles] (humanamente): lo que puede ser necesario desde el punto de vista espiritual.
Es necesario que aquel que obedece pierda, en un cierto momento, el sentimiento de dominar la situación. Es necesario que pierda pie… (Agustín: «stare super se», cabeza abajo). Para que eso ocurra, es necesaria una confianza basada objetivamente en la competencia espiritual del director, y de una y otra parte una cierta inteligencia natural y sobrenatural. Donde no existen una cierta cultura del corazón y del espíritu, la vida religiosa se hace imposible.
- Para los hechos temporales: deliberación común, con la persona en causa, con otras personas competentes. Pero una vez aclarada la situación, el superior debe mandar y no solo aconsejar… Tener el coraje de aplicar el antiguo adagio: «qui vos audit, me audit» [«el que os escucha, me escucha»].
c) Centrar toda la vida religiosa en la conciencia viva de estar implantado en el misterio cristológico, que es un misterio trinitario traducido en misterio eclesiológico. Los monjes tienen el deber de hacerlo presente y consciente a todos aquellos que corren el riesgo de olvidarlo.↩
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