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La pobreza de Cristo
Hans Urs von Balthasar
Titre original
Die Armut Christi
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Fiche technique
Langue :
Espagnol
Langue d’origine :
AllemandMaison d’édition :
Saint John PublicationsTraducteur :
Beatriz SimóAnnée :
2024Genre :
Article
Source
Communio Revista Católica Internacional 8 (Madrid, 1986): Bienaventurados los pobres, 450–452
Desde la teología de la pobreza en el Antiguo Testamento a la misma teología en el Nuevo, corre un río incesante: en su centro está la bienaventuranza de los pobres proclamada por Jesús. Pero también hay que fijarse en las diferencias aparentemente imperceptibles y que sin embargo son esenciales antes y después de Cristo. La irrupción en la historia de la pobreza bíblica del que procede del Padre –aquel a quien los suyos no recibieron (Jn 1,11) y que por esa razón no tuvo dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20)– cambia el sentido y el alcance de la pobreza.
En la Antigua Alianza, los pobres son en primer lugar y ante todo los oprimidos a los que los ricos infligen una injusticia que clama al cielo y que los profetas denuncian (Am 2,6s.; Is 1,17.23; 3,15: «¿Con qué derecho machacáis a mi pueblo y moléis el rostro de los pobres?»). El pobre tiene derecho a un trato digno del hombre (Dt 24,10-15). Pero con Sofonías (un poco antes Jeremías, y a partir de ahí en los salmos y en el segundo Isaías), la pobreza recibe un valor religioso y una apertura sobre la salvación venidera: «Buscad a Yahveh, vosotros todos, pobres (“humildes”) de la tierra… buscad la pobreza (anawah)» (So 2,3). «Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el nombre de Yahveh se cobijará el Resto de Israel», tras la expulsión de todos los «triunfantes orgullosos» (id. 3,11s.). «Los pobres poseerán la tierra» (Sal 37,11). El pobre se convierte en aquel que está preparado para el Reino futuro de Dios y que con todo derecho espera en esta «elevación» que canta el Magníficat (Lc 1,52).
La bienaventuranza de Jesús abunda sin duda en esta línea; pero la acusación profética contra los ricos opresores solo repercute de un modo indirecto en las advertencias de Jesús contra el peligro de la riqueza, la dureza de los ricos hacia los pobres (el rico entregado a todos los disfrutes), su despreocupación frente al juicio (el rico propietario de tierras), por el que el rico no saldrá airoso sin dificultades. El mismo Jesús se coloca primero en la serie de los anawim: es, como lo predijo Zacarías del Mesías (9,9; Mt 21,5) manso y humilde (Mt 11,29), y también será injustamente perseguido (Is 53,4; Sal 22,25). Pero pone al descubierto nuevos matices. No sólo exige la «pobreza de espíritu» (Mt 5,3) para estar receptivo al Reino de Dios. Subraya esa particularidad junto a la de la infancia (Mt 18,1s. par), lleva a quienes lo siguen a elegir voluntariamente el último lugar, desea que quien no quiera hacer las cosas a medias, lo venda todo para seguirlo con exclusividad (Mt 6,19s.; Lc 12,33): «Vended los bienes y dadlos en limosnas»; el que no hace esto se queda atrás (Lc 8,18s.,). Las consignas dirigidas a los discípulos enviados en misión son extremadas hasta un grado casi incomprensible (Mt 10,9ss. par.). En el Antiguo Testamento no había lugar para semejante pobreza voluntaria literalmente entendida. Los que se veían despojados por el mismo Dios como Jesús y Job, no aceptaban su destino sin quejas e incluso acusaciones.
Con Jesús acontece algo nuevo, que cae verticalmente desde arriba en la historia continua de la pobreza bíblica: el carácter voluntario y el ser para los demás que Pablo formula así: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). Su venida desde el Padre supone un «ser despojado» (kénosis), un tránsito de la «forma de Dios» a la «forma de esclavo», una «humillación», una «obediencia hasta la muerte en la cruz», y ello por haberse hecho solidario de los más pobres, de modo que lo que se hace a estos, lo considera como hecho a sí mismo (Mt 25,45) y de ese modo lo experimenta (Hch 9,4).
Pero ya que ha aceptado ese estado de pobreza conforme a la voluntad de Dios, ese estado se convierte en el lugar donde, en calidad de pobre sin afán por el mañana, uno puede e incluso debe confiarse al cuidado del Padre (Mt 6,25-34) y por consiguiente «dejarlo todo» literalmente para seguir únicamente a Jesús (Mt 4,8s. par.; 9,9 par.; Lc 5,1s.). Y esa pobreza voluntariamente escogida (o más bien regalada por Dios) se manifestará como algo extremadamente fructífero no sólo para los discípulos (Mt 19,28-30 par.), sino también, como lo prueba la reflexión de Pablo sobre la introducción de los que renuncian en el ser-para de Cristo, para los demás, para la Iglesia y el mundo: «tenidos por pobres, aunque enriquecemos a muchos» (2 Co 6,10). Por Jesús, y únicamente a través de él, la pobreza se convierte en un «consejo evangélico», y Francisco de Asís aconseja a la Iglesia que lo acoja «sin comentario», ya que el Señor lo ha vivido también «sin comentario».
Sin embargo, aún no queda desvelado su misterio con esto, pues viniendo del Padre, no es que se disfrace, sino que se muestra tal cual es, y en él muestra al Padre en el Espíritu Santo: como Dios está en sí mismo. La pobreza, como dice la Antigua Alianza con razón, puede ser un mal terrestre que la humanidad debe curar según sus fuerzas, y para ello no le faltará nunca ocasión (Jn 12,8). Pero al mismo tiempo, la pobreza es aquello que Jesús proclama como bienaventurado, porque el Reino de los Cielos le pertenece (Mt 5,3), el Reino de los Cielos es, pues, una forma de la pobreza. Es pobre el que ha dado todo lo qué tenía. Así, el Padre celestial es pobre, puesto que no ha retenido nada para sí en la generación del Hijo. De ese modo toda la Trinidad divina es bienaventuradamente pobre, porque ninguna hipóstasis divina tiene nada para ella sola, sino que lo tiene todo únicamente en intercambio con las otras dos. Y así, también Jesús puede ser pobre en la tierra, porque lo recibe todo (incluso las afrentas, la cruz, la muerte en el desamparo) como don del Padre. La teología de la liberación, si realmente quiere ser una teología neotestamentaria, en su compromiso justificado por los pobres, no debe olvidar nunca este factor cristológico central. La caridad cristiana, en pos del Señor, exige con igual énfasis la solidaridad con los pobres como el reparto de los propios bienes (Lucas insiste en ello constantemente: 3,11; 7,5; 11,41; 12,33s.; 14,14; 16,9; 18,22; 19,8; Hch 4,32; 9,36; 10,2.4.31), pero sin que por eso privemos a los pobres (haciéndolos ricos) de su bienaventuranza cimentada en Dios.
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